viernes, 6 de septiembre de 2013

La fe se convirtió en luz para sus ojos




En octubre del 2011, el Papa Benedicto XVI sorprendía a la Iglesia convocando a todos sus fieles a celebrar un "Año de la Fe". En su carta Porta fidei nos invitaba "a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo" (PF 6) y nos daba como referencia, entre otros elementos básicos, el Catecismo de la Iglesia Católica y el Credo, como dos pilares en los que se fundamenta y alimenta nuestra fe.

Si Ángeles Sorazu Aizpurua, concepcionista franciscana del monasterio de La Concepción en Valladolid, hubiera escuchado del Papa Benedicto esta invitación, sin duda se hubiese desbordado de gozo y con fervor redoblado se hubiese entregado sin reserva a la vivencia de este año en actitud de conversión, renovación interior y entrega fiel a la Iglesia, a la que amó como a verdadera Madre.

En sus escritos se percibe sin esfuerzo una honda vivencia de la fe, cuyo contenido sostuvo su vida y alentó su entrega fiel al Señor. No podemos hacer aquí una detallada exposición del perfil de Madre Ángeles como mujer creyente ni detallar cómo vivió su fe, pero podemos afirmar que toda su vida es una auténtica profesión de fe. Señalaremos únicamente en su amor al Catecismo y al Credo.

Su amor a la Iglesia se deja traslucir, entre otras cosas, en su adhesión a la doctrina de la fe recogida en el catecismo, su oración por el Sumo Pontífice y su ardor evangelizador, que la encendía en deseos de recorrer el mundo hablando a todos de Jesucristo, amándole y haciéndole amar por todos.

Desde los primeros pasos de su vida cristiana conoció y aprendió el catecismo, cuyo contenido, nos dice que "se le presenta al alma en el esplendor de su santidad y belleza" (VE 53) al mismo tiempo que la iluminan para discernir lo cierto y lo errado de su conducta.

El conocimiento del catecismo y sus contenidos despierta en ella un "afecto y devoción especial a los misterios de la fe cristiana, preceptos divinos y demás virtudes y sacramentos consignados en el sagrado libro del catecismo". El conocimiento la enciende en amor y la impulsa a dar un paso más: "Todos los días dedica un tiempo considerable a la atenta meditación o memoria de los mismos"(VE 59).

Su fe orientó con acierto su existencia encontrando en Dios el sentido de su vida: "La causa y razón de mi existencia está en Dios", que completa en otro lugar: "Dios me creó y llamó para amarle y servirle en esta vida y después gozarle en la eterna".

De todo ello se deriva rápidamente la firme determinación de armonizar de modo coherente su persona con el fin al que ha sido destinada: "Quiero que mi ser corresponda a su origen divino, siendo santa y divina, como lo es, la causa productora de mi ser que es Dios". Seguirá el modo concreto mediante la cual hará realidad su propósito: "Volviendo al estado de gracia y hermosura que tenía cuando salí de las manos de Dios". Y continúa su escrito señalando el camino de vuelta a esta hermosura original: el amor y la confianza, los sacramentos de la Confesión y la Eucaristía, la práctica de las virtudes teologales y la recta intención de agradar a Dios en todas las acciones, especialmente aquellos deberes que se derivan del propio estado. Indicará además el catecismo como una de las fuentes mediante las cuales puede descubrir la voluntad de Dios y guardar su Palabra.

Madre Ángeles es consciente de la necesidad de purificación interior para alcanzar su meta y la incapacidad para llegar a ella por sí misma pero esta realidad, lejos de desalentarla la impulsa a orar con mayor audacia: "Soy un ser incompleto. Mi complemento es Dios. Con el ansia con que una estatua dotada de razón pediría al escultor los ojos o los últimos retoques que le faltasen para su complemento y perfección, debo pedir a mi Dios y desear el complemento de mi ser que no es otro que el mismo Dios, la posesión de Dios, ser poseída de mi Dios, absorta en Él, informada en su Bondad infinita, para vivir y obrar divinamente en todo".

Sabemos además que rezaba diariamente, con atención y devoción, el Credo, proponiéndose vivir conforme a la fe que profesaba con sus labios. Sus escritos están sembrados de oraciones que espontáneamente brotaron de su corazón y han llegado hasta nosotros a través de su ágil pluma. Es la oración de una mujer de fe que rebosa gratitud y aprecio por las maravillas de Dios y la generosidad de su bondad; oración y sentimientos que podemos hacer nuestros: "Yo, Jesús mío, agradecida al inmenso beneficio que me dispensaste haciéndome cristiana, me consagro y entrego a Vos toda. Recibidme y guardadme como cosa que os pertenece, reconocedme por vuestra y, después de haberos amado y servido en esta vida, llevadme a vuestro lado al cielo, a cantar eternamente vuestras grandes misericordias".

A las seis de la mañana del 28 de agosto de 1921, domingo, en medio de grandes sufrimientos y con un copioso vómito de sangre, Madre Ángeles exhalaba su último suspiro entregando su alma a Dios. Era enterrada, como ella misma había pedido, con el Catecismo en las manos y una estampa de María Inmaculada. Fiel hija de la Virgen Inmaculada y de la Iglesia, en su seno quería descansar y vivir para siempre. Su fama de santidad admirada ya por las mismas hermanas que convivieron con ella ha perdurado hasta nuestros días. La Sierva de Dios, M. Ángeles Sorazu, espera el día en que la Iglesia reconozca y proclame oficialmente su santidad. Mientras, ella sigue dando testimonio de su fe a través de sus escritos y de las gracias que constatan las personas que, encomendándose a ella, han recibido por su intercesión.

En Ángeles Sorazu se ha hecho realidad lo que el papa Francisco afirma en su reciente encíclica: "En la fe, el "yo" del creyente se ensancha para ser habitado por Otro, para vivir en Otro, y así su vida se hace más grande en el Amor" (LF 21); "quien ha sido transformado de este modo, adquiere una nueva forma de ver, la fe se convierte en luz para sus ojos" (LF 22).